Recuerdo que, hace unos años, mi madre me llamó al móvil y hablé con ella mientras caminaba por la, en aquel momento, única calle peatonal de la ciudad. Antes de colgar me dijo: «Y camina despacio, que vas corriendo». Me quedé sorprendida y, mirando a un lado y otro de la calle, le pregunté: «¿dónde estás?». «En ningún sitio, pero seguro que vas andando corriendo como siempre».
Andar corriendo. Qué difícil.
Pero eso es lo que hago: andar muy deprisa. Aunque no tenga prisa. Quizás por eso me gusta tanto el té. Y su filosofía, el llamado teísmo. Porque más que adicta al té, yo lo que soy es teísta. Y eso, que se contradice con el hecho de que mis piernas me llevan por la vida corriendo, puede deberse precisamente a eso: a que voy por la vida corriendo. Me gusta el tener que esperar a que el agua hierva para poder preparar la infusión; controlar la temperatura del agua en función del tipo de té o de hierba que quiera tomar. Me gusta tener que esperar a que las hojas liberen su sabor y sus aromas en el agua. Esos dos, tres, cuatro minutos que pueden volverse eternos para alguien impaciente como yo obligan a aguantarse las ganas de apurar el proceso, a sujetar la ansiedad. Y así, una mente como la mía, que nunca es capaz de parar de pensar, aguarda tranquila el momento de tomar la bebida deseada. Y descansa.
Por eso me gusta el té: porque por un momento, ese que transcurre entre decidir tomar uno, escoger cuál, preparar la tetera o una sola taza, esperar a que se prepare y beberla a sorbos tranquilos, ese momento, digo, me concilian con el mundo.